miércoles, 4 de agosto de 2010

EL SILENCIO


Texto de la conferencia pronunciada por la autora en el 15° Encuentro Internacional de Narración Oral “Cuenteros y Cuentacuentos” – “Brindar historias”, realizado dentro del marco de la 36a. Exposición Feria Internacional de Buenos Aires El Libro del Autor al Lector (Buenos Aires, 30 de abril de 2010).
“¿cómo salvar lo visible, si no es transformándolo en el lenguaje de la ausencia, de lo invisible?”
Raine Maria Rilke. Cánticos

Fui invitada a participar de esta charla porque a los organizadores de este encuentro les interesaron unos escritos míos que se referían a la construcción del silencio en la literatura y a la escucha en situaciones de lectura literaria. Si bien no me estaba refiriendo concretamente a la narración oral, lo que yo había dicho en esas reflexiones les pareció cercano. Me causó curiosidad saber el origen y las posibles causas de esta cercanía en una práctica como la narración oral que se caracteriza por buscar la hospitalidad del silencio para allí compartir la palabra. Me pregunté entonces qué del silencio puede interesar a los narradores orales en relación con sus prácticas. También me pregunté cómo construyen el contrapunto entre voz y silencio y dónde reside lo silencioso para ellos, para ustedes.
Esta charla entonces intentará una serie de acercamientos a modo de hipótesis abiertas a las preguntas y opiniones que ya se vienen haciendo en torno a la relación entre palabra y silencio o las que comiencen a hacerse quizás mientras transcurre esta conversación en la que mi voz se sostiene en la escucha de ustedes.
Propongo merodear en torno a dos dimensiones posibles del silencio en las prácticas de narración oral: las que tienen que ver con el entramado de voz y silencio que supone todo acto de narrar para otros que escuchan y las que tienen que ver con los silencios que habitan en todo texto artístico.
Si bien en la situación de narración ambas dimensiones confluyen, cada una tiene su propia entidad. La primera, la de la puesta en voz de un texto para unos escuchadores que callan momentáneamente y se vuelven una especie de lectores “de oreja y ojo”, tiene que ver con los rituales del género, tributarios de la conversación aunque con marcas específicas. La otra tiene que ver por un lado, con los diversos silencios del texto que pueden ser leídos por el narrador primero en el proceso de apropiación (hacer-lo propio) y luego en la transposición a su versión oral. Por otro lado, se vincula con las maneras en que se ponen a disposición y se dejan escuchar esos silencios cuando el texto es narrado a otros.
Como verán, me voy a extender más en la segunda dimensión pero no le quiero sacar el cuerpo a la primera, que es la que más explícitamente tiene que ver con la dimensión corporal, con los sentidos.
Para considerar la instalación del silencio en la relación entre los cuerpos de quienes hablamos y escuchamos, es interesante ver las reflexiones de un antropólogo, David Le Breton, quien en la introducción de su libro El silencio se detiene a mirar la relación interdependiente de voz y silencio (1). Dice que no existe palabra sin silencio y viceversa. Ambos se necesitan y se implican ya que el silencio sólo puede ser reconocido en la medida en que el sonido o el lenguaje lo rodean. Es posible ver un ejemplo de esta dialéctica en el personaje mudo de los Hermanos Marx, Harpo, quien invita a percibir cómo brilla y es más elocuente su silencio porque ocurre en medio de la charlatanería exagerada que se escucha a su alrededor (2). La poesía de su gestualidad muda se realza por contraste con la locuacidad cómica de quienes hablan hasta el absurdo.
Otro ejemplo posible tiene que ver con las economías del habla en diversas comunidades. Los modos del silencio que caracterizan a algunas culturas se vuelven especialmente más llamativas, e incluso muchas veces son miradas desde el prejuicio y la desvalorización, para gente que proviene de otras culturas donde la palabra tapa constantemente al silencio.

Una manera de involucrarnos con ese interjuego entre hablar y callar es prestar minuciosa atención y mirar microscópicamente cómo se instala el diálogo entre la palabra y el silencio en el fluir de una conversación. Ese acercamiento sensorial nos puede mostrar el espesor, la carnadura del silencio y cómo lo alternamos con el uso de la voz cuando hablamos.
En relación con esto dice Le Breton: “El silencio no es nunca el vacío, sino la respiración entre las palabras, el repliegue momentáneo que permite el fluir de los significados, el intercambio de miradas y emociones, el sopesar ya sea de las frases que se amontonan en los labios o el eco de su recepción, es el tacto que cede el uso de la palabra mediante una ligera inflexión de la voz, aprovechada de inmediato por el que espera el momento favorable”.
Ver al silencio como vacío, como omisión, es dejar en el lenguaje, en la palabra sólo la posibilidad de ruido. La saturación incontinente de palabras (tan característica de los tiempos que corren y de ciertos discursos que tienden a que nada escape a su control) tapa los poros por donde respira lo callado.
El temor al silencio muchas veces representa miedo a detenernos y mirar qué nos están diciendo las palabras pronunciadas o las que tenemos adentro, en forma de pensamiento. Sobre este mundo interior, un universo intensamente habitado de voces, el mismo autor dice: “Si lenguaje y silencio se entrelazan en la enunciación de la palabra, también puede decirse que todo enunciado nace del silencio interior del individuo, de su diálogo permanente consigo mismo. Toda palabra viene, en efecto, precedida por una voz silenciosa, por un sueño despierto lleno de imágenes y de pensamientos difusos que no cesan de trabajar en nosotros, incluso cuando el sueño trastoca sus coordenadas”. Esta “voz silenciosa” que viene tanto del sueño despierto como del sueño dormido es el umbral de la palabra. Atender y cuidar amorosamente esa voz del silencio que forma parte de nuestra interioridad y la de los otros con quienes dialogamos es una manera de tender puentes con lo que dicen y lo que callan nuestros interlocutores, escuchadores que leen los textos en la partitura de nuestras palabras.
En toda situación de narración oral subyace un pacto silencioso, similar al de la conversación pero con otras huellas, otro códigos, en los que la presencia sonora de un texto es la contraseña para el contrapunto entre voz y silencio. En ese pacto casi siempre implícito aunque en algunos casos venga precedido por  fórmulas o señales de entrada en las ondas del aire, el narrador hace emerger su voz sonora de su propia voz silenciosa mientras sus escuchadores suspenden momentáneamente la sonoridad e, interpelados por el texto, se acomodan (o desacomodan) en su interioridad activa, “ ese mundo caótico y silencioso que nunca se calla”.
Propongo armar una suerte de índice provisorio y abierto de algunas de las múltiples maneras en las que el silencio habita en los textos. Nuestro primer paso será la figura del narratario en algunas narraciones. Luego pasaremos por la relación entre lo visible y lo oculto en algunas narraciones y por el poder de la lectura poética para aprender a leer el silencio de los textos. Por último, la construcción de lo no dicho en la relación de imagen y palabra en los libros-álbum.
Un texto de Ema Wolf, Historias a Fernández (3), tematiza humorísticamente el pacto entre alguien que narra y otro que escucha. El escuchador es un gato (condición felina que queda en el silencio) llamado Fernández cuya vida depende del sostén de la narración, una especie de inversión paródica de Scherezada. Se trata de una transposición a la escritura de una situación de narración oral a la vez que una parodia de la situación comunicativa característica de la relación autor-lector infantil.
El destinatario de la narración, o sea el narratario explícito de las historias contadas por la narradora salvavidas, es construido por el propio relato a través de las permanentes y graciosas apelaciones y seducciones de quien narra. El relato, por su parte, sólo puede sobrevivir si el narratario no se duerme y escucha. Mutua dependencia de narrador y narratario que nos sugiere que toda narración oral es un vínculo de fuerzas magnéticas donde el relato es el imán.
La figura del narratario, un “tú” al que se dirige la narración es muy interesante para pensar en ciertos modos de la representación de la oralidad y el silencio en los relatos. En esta conversación nos sirve de puente entre las dos dimensiones que mencionamos al principio, la de la relación entre voz y silencio en el acto de comunicación presente en la narración oral y la de los modos de construcción del silencio en el interior del texto. Así como en toda narración oral hay un narrador y un auditorio que escucha, en todo relato escrito hay también un narrador y alguien a quien se destina ese relato que vendría a ser el equivalente al auditorio. Pero a diferencia de la situación de oralidad en la que los escuchadores están presentes, en la escritura el narratario es una figura silenciosa que hay que construir desde lo que se sugiere o se calla.
La búsqueda de lo que no está pero es suscitado y sugerido por lo que sí está es una premisa del arte. En la literatura lo estético ocurre cuando el silencio es convocado desde la palabra. Una metáfora gráfica es pensarlo en la materialidad del libro: “El trazo negro de cada palabra se torna inteligible en el libro merced a lo blanco de la página. (…) La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que transmite el misterio, ese silencio que no es ella. Su esplendor es enriquecedora abdicación de sí.” (4)
La figura silenciosa del narratario, un escuchador enmascarado, nace del “trazo negro” del “tú” pero encarna el blanco de una ausencia, la de alguien que no habla. Sin embargo en su escucha se sostiene el relato.
Varias obras de la escritora María Teresa Andruetto juegan con esta dialéctica del trazo negro sobre el fondo blanco que en este caso implica alguien a quien se intuye escuchando detrás de la apelación de un narrador que necesita darle palabras a su memoria. Las narraciones de las novelas Stefano y Veladuras coinciden en la construcción de narratarios que en su arte de escuchar dan hospedaje a la necesidad del narrador de encontrarse de algún modo con los recuerdos. Veamos dos ejemplos de estos libros:
“Antes, nuestra casa olía a anchoas en salsa verde, mi casa al otro lado del mar, Ema, la casa de mi madre.” (Stefano) (5)
“Así fueron, doctora, durante mucho tiempo los domingos (…).” (Veladuras) (6)
“Hasta ahora, hasta esto que le he contado a usted, nunca me había puesto a recordarlo. Ni siquiera al doctor Freytes le había contado toda la pena junta, enterita, como se la he contado a usted. Ahora que lo pienso es como si, repasando, y repasando, me volvieran otra vez el pensamiento y la memoria.” (Veladuras)
En la novela Lengua Madre (7), recientemente publicada, si bien la voz que lleva adelante el relato no está sostenida en relación a una escucha, la memoria de lo vivido y sufrido es construida por medio de la lectura de cartas, género que supone también un ausente al que se intenta reconocer y acercar por medio de la palabra escrita. En esta historia en la que las ausencias, los silencios y los exilios traman la relación entre tres generaciones de mujeres de una misma familia en la dolorosa historia reciente de nuestro país, la voz y la vida de quienes ya no están reviven en la potencia y la fragilidad de una lectora que leyendo cartas que la involucran pero no estaban destinadas a ella se vuelve narrataria en la obstinación por rearmar su astillada historia de vida.
Es un interesante ejercicio pensar en aquellas ficciones donde el narratario es vital para el relato cómo se hace para sugerir la figura y el alma de quien no está en el pasaje de la escritura a la oralidad. ¿Cómo se dibuja en la gestualidad y en la palabra pronunciada para otros lo callado por un texto?  ¿Cómo aparece el destinatario ficcional de un relato, ese mudo intenso, en la escena que se narra oralmente? Un tú que en el paso a la oralidad desde el diálogo entre trazo negro y fondo blanco propio de la escritura artística se metarmofosea y toma los colores de la voz y del silencio.
Veamos ahora otra manera en la que lo no dicho aparece en los relatos.
Si llevamos la reflexión sobre el silencio a las tácticas con las que los cuentos gradúan el callar y el decir, es muy interesante traer lo que aporta Ricardo Piglia en “Tesis sobre el cuento” (8). En ese artículo Piglia dice que en todo cuento hay siempre dos historias, una visible y otra secreta. Con respecto a esta última aclara que no  se trata de un relato oculto que depende de la interpretación para ser develado sino que se trata de una historia que se cuenta de modo enigmático. Según Piglia, las maneras de contar esta historia secreta han ido variando desde el cuento clásico hasta el cuento moderno.
A propósito de las diversas maneras de contar la historia visible y la historia secreta, al narrador oral se le presenta el desafío de explorar y representar la paleta sutil que cada cuento utiliza para sugerir lo oculto. O sea, encontrar el tono, la gestualidad, las palabras y el silencio que pongan en escena la tensión de lo secreto, que a veces se revela y a veces queda en las sombras.
En el caso de aquellos relatos donde la construcción gradual de una sorpresa es clave, nada tiene que escapar a esa meta. En el trayecto de la narración lo escondido queda momentáneamente oculto para el lector o para el escuchador quien es estimulado por medio de indicios y pistas para que el descubrimiento llegue en el momento previsto por el texto. Como dice David Lodge en su libro El arte de la ficción (9), la preparación requerida por estas historias es crucial ya que “como en un alarde pirotécnico, una mecha de combustión lenta termina por provocar una rápida sucesión de espectaculares explosiones”. Este tipo de relatos son primos hermanos de la adivinanza, donde el procedimiento central es el extrañamiento con respecto al objeto o situación que se busca que el otro devele. (Ver como ejemplo el cuento “Sin paraguas” de Iris Rivera (10).) Por medio de recursos metafóricos o metonímicos, es decir sustituyendo total o parcialmente unos sentidos por otros, se provoca lúdicamente la búsqueda de una posible respuesta en los destinatarios del arte de adivinar. Los trucos del contador de adivinanzas consisten en los modos de dosificar los velos del silencio con las iluminaciones chispeantes de lo pronunciado a medias. Como estimular con linternas mínimas para iluminar laberintos deliciosamente oscurecidos.
El efecto contrario a las luminarias sutiles es el uso de faros enceguecedores, esos que a fuerza de intentar alumbrarlo todo terminan encandilando a los lectores y escuchadores. Es una tendencia bastante frecuente en gran parte de la literatura infantil y juvenil que se produce. Me refiero a aquellas retóricas de lo excesivamente dicho y subrayado, de la verborragia, de la sobreexplicación  que le tiene tanto miedo a los espacios de sombra, a los silencios, a la ambigüedad y a los enigmas sin respuesta. Suelen partir de una representación de los lectores como planetas sin luz propia que necesitan un sol-guía para encauzar sus caminos de lectura.

Leer poesía, sobre todo contemporánea, puede ser una práctica interesante para nutrir de silencio a la escritura narrativa y también para permear de  delicadeza y cautela el pasaje de lo escrito a lo oral cuando se narra para otros.
El silencio artístico, hallable de diversos modos en la poesía, supone una paradoja ya que el habla es el puente y sostén de lo callado. En el lenguaje artístico no existe el silencio absoluto sino la posibilidad de callarse con palabras, con imágenes, con sonidos. (11)
Sin embargo estamos más acostumbrados a leer lo que se dice que lo que se calla. Como dice el poeta Roberto Juarroz:
“Existe un alfabeto del silencio,
pero no nos han enseñado a deletrearlo.
Sin embargo, la lectura del silencio es la única durable,
tal vez más que el lector.”
(12)
Aprender a deletrear el silencio puede ser una tarea nutritiva en relación con la palabra en la que probablemente esta renazca con otras luces.
Una de las maneras de leer los códigos del silencio es curiosear la brecha en la que se producen los significados cuando se relacionan lo lingüístico y la imagen en la poesía visual, o en los libros-álbum, como ejemplos de algunos géneros basados en la convivencia de lenguajes artísticos. Octavio Paz se refiere a los poemas-objeto como una “criatura anfibia que vive entre dos elementos: el signo y la imagen, el arte visual, y el arte verbal. Un poema-objeto se contempla y, al mismo tiempo, se lee.” También los define como “cosas mudas que hablan. Verlas es oírlas. ¿Qué dicen? Dicen adivinanzas, enigmas. De pronto esos enigmas se entreabren y dejan escapar, como la crisálida a la mariposa, revelaciones instantáneas”. (13)

Los libros-álbum son también de la familia anfibia que vive de dos lenguajes, no pueden sobrevivir con uno solo (aun en las historias sin palabras). Para poder hacerlo tanto la palabra como la imagen tienen que dejar respirar una a la otra por medio de la combinación equilibrada entre su lenguaje específico y el silencio. Cuando vociferan, cuando dicen más de lo que deberían, el libro-álbum resulta vulnerado y se resiente su calidad estética.
Existen algunas experiencias de pasaje o adaptación de libros-álbum a la narración oral. En esos casos se vuelve interesante reflexionar sobre cómo se adaptan y trasponen al lenguaje de la voz los signos de la imagen en su relación con la palabra. ¿Qué toma y que deja de la imagen el narrador para llevarlo al relato? ¿Cómo traduce los signos silenciosos de lo plástico e icónico y los lleva al idioma de la palabra pronunciada? ¿Qué se gana y qué se pierde en ese intercambio de lenguajes tan habitados por modos del diálogo y del silencio?
Hasta aquí hicimos un pequeño paseo reflexivo por algunos posibles modos del silencio en los textos artísticos. También por la disposición y actitud de quien narra como intérprete del silencio detrás del sonido de las palabras. Es una invitación a acariciar la atención, detener un rato el aire, afinar los oídos. De lo no dicho nace nuestra voz. La inversa también es cierta y refrescante.

Notas

(1) Le Breton, David. El silencio. Madrid, Ediciones Sequitur, 2006.

(2) Tomé este ejemplo de “La estética del silencio” de Susan Sontag quien, reflexionando sobre el arte moderno, tiene varios puntos en común con Le Breton: “El ‘silencio’ nunca deja de implicar su opuesto ni de depender de la presencia de éste: así como no puede haber ‘arriba’ sin ‘abajo’, ni ‘izquierda’ sin ‘derecha’, así también debemos aceptar un ámbito circundante de sonido o lenguaje para reconocer el silencio. El silencio no sólo existe en un mundo poblado de palabras y otros sonidos, sino que además cualquier silencio dado disfruta de su identidad en función de un tramo de tiempo perforado por el sonido.” En: Estilos radicales. Madrid, Editorial Suma de Letras, 2005.

(3) Wolf, Ema. Historias a Fernández. Ilustraciones de Jorge Sanzol. Buenos Aires, Sudamericana, 1994. Colección Especiales.

(4) Murena, Héctor A. “La metáfora y lo sagrado”. En: Visiones de Babel. Introducción y selección de Guillermo Piro. México, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2002.

(5) Andruetto, María Teresa. Stefano. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004. Colección La pluma del gato / Juvenil. Existe edición anterior en la misma editorial (Colección Sudamericana Joven, 1997).

(6) Andruetto, María Teresa. Veladuras. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2005. Colección Zona Libre.

(7) Andruetto, María Teresa. Lengua madre. Buenos Aires, Editorial Mondadori, 2010. Colección Literatura Mondadori.

(8) Piglia, Ricardo. “Tesis sobre el cuento”. En: Crítica y ficción. Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte/Universidad Nacional del Litoral, 1990.

(9) Lodge, David. El arte de la ficción: con ejemplos de textos clásicos y modernos. Traducción de Laura Freixas. Barcelona, Ediciones Península, 1992.

(10) “Sin palabras”, por Iris Rivera.
¡Qué lluvia! ¡Y yo sin paraguas!
Pero no me tapé la cabeza ni salí corriendo.
Cerré los ojos, no moví una uña. Dejé que me cayera el chaparrón.
El pelo se me pegó a la frente y me chorreó en los hombros. De las pestañas me caían ríos. De las orejas, cataratas. Arroyos en los dedos. Se me inundaron los pies.
Con los ojos cerrados, oía caer agua sobre agua. Por la espalda me caía, por los brazos.
Me agaché, abrí los ojos y… plaf… al suelo. Plash, plash, plash… salpiqué. Salpicaba.
La lluvia rebotaba en el piso, en las paredes, en la lluvia. El ruido me dejaba sordo. Me puse boca arriba. Y me llovió en la panza, en el pecho, en la cara. Y boca abajo. Y me llovió en la nuca, en la espalda, en la cola.
Todo empapado estaba, remojado.
Yo remojado y con la ropa seca.
Como le gusta a mi mamá. La ropa, seca.
Ufa. Cerró la ducha y me envolvió en la toalla.
Extraído de su libro Llaves (Buenos Aires, Edebé, 2006; Colección Flecos de Sol).
Nota de Imaginaria: Una versión del mismo cuento estaba en incluida en un libro anterior de la autora: Sacá la lengua (Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1999; Colección Cuenta conmigo); actualmente descatalogado.

(11) Así también lo plantea Susan Sontag: “El silencio sólo puede existir como propiedad de la obra de arte propiamente dicha en un sentido fraguado, no literal. (Expresado de otra manera: si una obra existe de veras, su silencio sólo es uno de los elementos que la componen).” En: Sontag, Susan. Estilos radicales. Op. cit.

(12) “El silencio que queda entre dos palabras”, por Roberto Juarroz.
El silencio que queda entre dos palabras
no es el mismo silencio que envuelve una cabeza cuando cae,
ni tampoco el que estampa la presencia del árbol
cuando se apaga el incendio vespertino del viento.
Así como cada voz tiene un timbre y una altura,
cada silencio tiene un registro y una profundidad.
El silencio de un hombre es distinto del silencio de otro
y no es lo mismo callar un nombre que callar otro nombre.
Existe un alfabeto del silencio,
pero no nos han enseñado a deletrearlo.
Sin embargo, la lectura del silencio es la única durable,
tal vez más que el lector.
Extraído de su libro Poesía vertical. Antología esencial (Buenos Aires, Emecé Editores, 2001).

(13) Paz, Octavio. Los privilegios de la vista I: arte moderno universal. México, Editorial, Fondo de Cultura Económica, 1993.

 

Las fotografías que acompañan este artículo pertenecen a la serie “Pájaros” de Liliana Gelman. Imaginaria agradece su autorización para reproducirlas. Para ver más obras de Liliana Gelman hay que visitar su página web: www.lilianagelman.com. Y también en Imaginaria, el artículo “Exposición fotográfica “La biblioteca”; libros abandonados y reencontrados”.

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